Por: Aldo Herrera, Gustavo Ferreyra y Roberto Barco Celis

Poetas, escritores, reyes, mandatarios, ciudadanos, han caminado por sus adoquines, por sus asfaltos. Han recorrido con su vista los muros, arcos y colores de los edificios del Centro Histórico de la Ciudad de México.

Allí han surgido muchas leyendas e historias. En el primer cuadro, los inmuebles que nos recuerdan el poder político, están frente a uno de los edificios más representativo del poder eclesial. Esos mismos muros también rememoran un pasado de conquista y República.

Las calles nos recuerdan a Ricardo López Méndez, el Vate; un poeta, escritor, periodista, y locutor de la XEW. Ese que a puño y letra escribió: México, creo en ti, como en el vértice de un juramento. Tú hueles a tragedia tierra mía, y sin embargo ríes demasiado, acaso porque sabes que la risa, es la envoltura de un dolor callado…

Son las calles por las que transitó Benito Juárez, las mismas por las que Francisco Villa y Emiliano Zapata caminaron.

Llevan nombres de personajes como Francisco I. Madero, aunque también nos recuerdan que en las inmediaciones del Zócalo estuvo la sede de la Inquisición en México y el sitio donde se quemaba a quienes se decía practicaban hechicería.

Es el punto de partida hacia todos los demás puntos de México. En sus huellas está el kilómetro cero de México, y también el sitio donde se posó el águila sobre un nopal y devoró una serpiente; esa que hoy se halla en cada bandera dando forma al escudo nacional.

Hoy, caminar de madrugada por esas calles es encontrar silencios o escobas siendo arrastradas para recolectar la basura que miles y miles dejan sobre sus aceras y avenidas. Es observar, sentir la belleza monumental de lo que fue catalogado como la Ciudad de los Palacios.

Las tenues luces que alumbran los vetustos edificios los pintan de un color rojizo.

El reloj de Catedral suena, son las tres de la mañana.

Los corredores que circundan La Plaza de la Constitución siguen transitados por noctámbulos que a penas van o ya regresan de un bar, una fiesta, o simplemente terminaron su labor diaria. La mayoría lo hace en silencio, arrastrando los pies cansados y silenciando la garganta apabullada por la fiesta.

Los resquicios y espacios que se abren entre los viejos portones dan espacio a los indigentes que buscan un lugar donde cubrirse el frío. Se cubren con mantas rotas, deshilachadas, o con periódico. Sus camas son cartón que recogieron en alguna calle.

Las manecillas avanzan. La madrugada  poco a poco va enfriando cada vez más.

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Los integrantes de las cuadrillas del servicio de limpieza son los más a esta hora. Dan mantenimiento a las pequeñas jardineras que están alrededor de  la Plaza de la Constitución.

Hay vigilancia en las principales calles, las cuales en la madrugada se convierten en modelos para fotógrafos nacionales o extranjeros que desean filmar o fotografiar la belleza arquitectónica del centro de México.

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La luminosidad es baja. Retratar las calles sin flash las convierte en un juego de sombras. Esa misma oscuridad suele traer riesgos para los transeúntes. Los “malandros”  esperan en las esquinas, pacientes, ocultos.

Primero, piden un “varo”, una moneda, “lo que sea”; aseguran que  los acaban de asaltar, pero en realidad tienen cómplices esperando el momento justo para robar a los trasnochadores de las calles poco vigiladas.

Aún así, la belleza acompaña el entorno.

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