Por: Oswaldo Rojas

A la entrada de la exposición Tierra de Esperanza me sorprendo de la poca gente que hay en ella. Con el revuelo que causó su apertura junto con la llegada de Yoko Ono a la ciudad me imaginaba al menos una pequeña fila frente a la puerta y una sala que se ahumaba en su propio calor humano.

A la derecha de la entrada hay una especie de mural en el que la gente colaboró con pensamientos de ‘paz’ – uno de ellos dice ‘Quiero a los 43’ – y a los pies del mural una escueta muestra fotográfica se incrusta en el suelo protegida por un cristal. Si la gente se agacha para mirar las imágenes verá a unas jóvenes en un río, un hombre en prisión, un ciclista, etc, etc. Hasta aquí no queda muy claro porque tanta faramalla por la exposición y pienso en John Lennon.

imageUna vez dentro me recibe el consabido prólogo de la exposición pegado a la pared. Paso de el y trató de concentrarme en la primera pieza. Una escalera y sobre ella un marco que en su interior tiene escrito un ‘yes’ chiquito, una lupa cuelga a un lado. Como francamente no entendía la pieza pedí a una guía llamada Itzel que me aclarara el sentido de ‘Pintura en el techo’. En su tartamudeo medianamente aprendido por repetición capte que Tierra de Esperanza es una muestra completamente conceptual: la idea supliendo al objeto como tema central del arte.

Según Itzel en un inicio muchos críticos coincidieron en que Ono no poseía talento para generar arte, así que la nipona creó ‘Pintura en el techo’ para reflejar que cualquiera puede ascender a sus metas si se convence mantricamente con un ‘yes’.

Tras la escaleras se encuentran sus ‘Instrucciones’, pequeños textos que son muestra del pensamiento incansablemente positivo de Yoko:

“Pieza final

Cada planeta tiene su propia
órbita.
Piensa en la gente cercana a ti
como planetas.
A veces está bien solo míralos
orbitar y brillar”.

El resto de textos resuman la misma naturaleza pseudo meditativa. Inevitablemente pienso que es más divertido el Manual de instrucciones de Cortázar.

Hasta aquí la exposición me mantenía interesado, el resto es un poco de lo mismo. Cascos colgando del techo con trozos de cielo que Yoko Ono invita a tomar; el mío lo guarde en mi bolsillo trasero junto con mis llaves, frente a ellos me encuentro con tres montículos de tierra que Itzel dice demuestran que para los humanos la tierra es igual en todas partes . Concuerdo, pero de todas formas le pregunto a la guía si en verdad los tres montocitos de tierra los trajo de diferentes partes del mundo. Me dice que no, que son tezontle mexicano.

Otra sala auguraba una experiencia más atractiva, ‘Gente invisible’, pero resultó tan solo un juego de luces que difícilmente nos hace pensar en las barbaries humanas y me pregunté si era yo demasiado insensible o era tan solo que me distrajo la intermitencia fluorescente.

‘Pieza de reparación’ hace que los visitantes pasen un rato pegando platos y tazas previamente rotos para que a través del complejo arte de rearmado se habrá en ellos la posibilidad de sanar viejas heridas. Para unir ese trabajo personal con uno colectivo, Yoko Ono colocó una serie de mapamundis con el nombre de ‘Imagina la paz, pieza de mapas’ donde con un sello se puede estampar esa misma frase en alguna parte del mundo. México estaba lleno de Imaginalapaz: en Veracruz, la CDMX, Tamaulipas y Torreón se amontonaban los sellos unos sobre otros.

Itzel termina por llevarme frente al ‘Teléfono en asombro’, un laberinto de cristal en cuyo centro está un teléfono. Llegar a el me costó más de los que me hubiera gustado, choque un par de veces con las paredes y unas chicas fuera del laberinto reían. Vergüenza y rencor contra el cristal. Itzel me dijo que el punto era poder acceder a ese centro y que se trataba de un ‘hay que perderse para poder encontrase’: malograda pesadilla borgeana. También me contó que Yoko Ono marcaba a dicho teléfono para que algún visitante se apresurara a internarse en el laberinto y contestara, acto seguido Ono le daría un mensaje de paz. Desgraciadamente nadie había logrado coger la llamada a tiempo.

La guía se va a atender no sé qué asuntos y me quedo frente a una pantalla donde un fantasma de John Lennon sonríe tan lentamente que me da tiempo de notar un sonido de fondo, como de regurgitamiento: es una Yoko Ono que canta. Tras algunos minutos esperando la sonrisa de Lennon y justo cuando empiezo a dilucidarla una guía que juro no era Itzel, me apresura a dejar el museo, cinco minutos, no más.

Al salir me asomó por costumbre al libro de comentarios para leer a mucha gente agradeciendo por la terapiaenverdadmuyconstructiva. En la entrada del museo – donde reparo en los bustos cercenados de Gandhi, Martín Luther King, la Madre Teresa de Calcuta y Nelson Mandela – por fin me acompaña la sensación de haber acudido a una terapia sanadora de espíritu y con ella la sensación de que alguien me debe dinero.

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