Por: Ángel García

Todo indica que este año habrá Ley General de Cultura. El 15 de abril comenzará su elaboración en la Cámara de Diputados. Una buena noticia para un sector que siempre ha sido visto con desdén por nuestros gobernantes, y que aporta entre 2.3 y 2.7 por ciento del PIB nacional.

La legislación estará lista a finales de año, o quizás poco antes, según confían varios integrantes de la Comisión de Cultura y Cinematografía. El proceso, por cierto, es vigilado con lupa por el secretario de cultura, Rafael Tovar y de Teresa, quien tiene en sus manos a una industria enmarañada por la burocracia, los conflictos sindicales y la ineficiencia (Ver último informe de la ASF: http://www.asf.gob.mx/Trans/Informes/IR2014i/Documentos/InformeGeneral/ig2014.pdf).

Pero de poco servirá una Ley si el gobierno no logra una cohesión óptima entre educación y cultura. Para aterrizar esta idea me gustaría compartir una anécdota.

Hace poco platiqué con una persona a la que aprecio mucho. Me dijo que le atraía mucho la literatura, por lo que se dispuso a conseguir un libro. En Sanborns se encontró con una novela histórica sobre Carlota. No lo dudó dos veces: la compró y se fue a casa. Sin embargo, acabó un tanto decepcionado: no había llegado ni a la mitad del libro cuando se percató de la infinidad de palabras que desconocía. “Quiero leer, pero hay cosas que no entiendo”.

El cliché dicta que toda persona que desee instruirse puede hacerlo a pesar de todos los obstáculos. Pero la realidad no es así.

Una obra de Shakespeare contiene, en promedio, más de siete mil palabras, según un estudio elaborado por el académico británico Louis Marder. Eso obliga al lector a entender, cuando menos, la mitad de ellas. Si no lo logra, le resultará prácticamente imposible comprender que Hamlet es la hipérbole de nuestra propia naturaleza indomable. O que Romeo y Julieta están ahí –entre muchas otras cosas– para advertirnos que en el amor también debe caber el raciocinio si no se quiere terminar en la tumba.

El objetivo, entonces, es muy claro: hay que formar nexos entre los organismos culturales y las escuelas de toda la República. Pero sobre todo hay que mejorar el nivel educativo, estimular la formación artística desde edades tempranas y promover la lectura con más acciones y menos campañas televisivas.

Todo esto para que los jóvenes lleguen a la preparatoria con nociones básicas de quién es Picasso, quién es Juan Rulfo y quién es Beethoven. Que la formación artística sea una prioridad y no un asunto secundario. Y que las personas, sobre todo, sean poseedoras de un lenguaje que les permita disfrutar de cualquier novela, crónica, ensayo o cuento.

La meta es lograr que a un adolescente le nazca el deseo por escuchar a la Orquesta Mariinsky en el Auditorio Nacional; la cosquilla por abrir un libro de Verne o Nabokov, o la inquietud por ir al cine o al teatro. Hay que acercar a los jóvenes al mundo cultural, que muchas veces suele ser visto como un Olimpo inalcanzable.

La tarea es complicada; suena a odisea. Pero quizás debamos comenzar por una Ley General de Cultura que, en efecto, se ocupe –y se preocupe– por que la cultura llegue a cada hogar de la República Mexicana.

Pie de foto: Campañas miopes que de poco ayudan.

Pie de foto: Campañas miopes que de poco ayudan.