• Soy diabético, eso fue lo que me pasó a afectar, se descontroló la enfermedad y sin darme cuenta me dio una retinopatía diabética. Comencé a ver borroso, pero no le presté atención, como a tantas otras cosas que le pasan a uno y ya, fue mi único aviso. Un día, así sin más, estaba ciego, se me nubló la vista.

Por: Kevin Talancón/

Aquello comenzó como comienzan tantas otras cosas: en la calle. Caminaba sola, pues en aquel tiempo una niña podía andar por la ciudad sin temor.

Los nubarrones arriba se rompieron y comenzaron a picotearme el rostro. No recuerdo a qué iba o por qué andaba por ahí. Seguramente, de haber sabido que algo así me iba a pasar me hubiera regresado a casa.

Con la misión de no pisar las rayas en apresuré el paso para que no me agarrara más fuerte el agua. Entre tanto estalló uno de esos pleitos que uno, como niña, no alcanza a comprender ni a dimensionar. Escuché voces que fueron tomando fuerza hasta convertirse en gritos perdidos que salían de las casas a medio hacer.

Y cuando intenté voltear a ver qué causaba tanto ruido, sentí un golpe seco en la cabeza. ¡Pum! Caí al suelo y mi cabeza me quemaba. Las lágrimas comenzaron a correr por mi rostro, una tras otra, hasta perderse en el suelo agrietado.

Apachurré los ojos y me llevé las manos a donde sentía más dolor: estaba mojado y caliente. Me levanté, apenas. Todo me daba vueltas, sentía como cuando uno se daba tantos giros que se debía sentar para no caerse con sus pasos torpes.

Ya de pie, abrí los ojos. La vista la tenía nublada. Apachurraba los ojos y me esforzaba en ver, pero nada. Apachurraba más fuerte y lo volvía a intentar. Nada. Me tallaba los ojos y los abría como para mirar algo que queda muy lejos y así comencé a ver de a poco.

Caminé despacio, mis pies tambaleaban y me recargaba en las paredes descarapeladas. Hice otro esfuerzo por regresar a lo que veía. Mi ojo derecho ya veía mi mano ensangrentada y la piedra que me tiró al suelo. En mi ojo izquierdo seguía todo negro.

Yo tenía siete años. Me llevaron al doctor, nos dijo que había sido un traumatismo que mi vista en el ojo izquierdo jamás iba a regresar. Mi ojo derecho debía entrar a un tratamiento que mis padres no podían pagar, por supuesto.

Pasaron los años y mi vista se consumía. Primero todo era borroso, después fue apareciendo una nublazón oscura que salía de abajo y que pronto se oscureció todo. A los 16 ya no veía nada. Se vino la presión del ojo izquierdo y se vino, también, el glaucoma.

Todo cambió. No como me imaginé, pero cambió. Mi condición alejó a muchas personas. Ahora soy independiente. De niña soñaba con ser doctora, y las circunstancias jamás me dejaron llegar.

Lo que pasa generalmente en un glaucoma es que los nervios que conectan al ojo con el cerebro están dañados y generalmente es debido a una presión ocular mayor a la normal.

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El censo de 2010 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) encontró que la ceguera (total o parcial), es la segunda causa de discapacidad en México y una de las que menos atención recibe. La población de ciegos y débiles visuales en el país asciende a 1 millón 292 mil 201 personas. En el 90 por ciento de los casos esta discapacidad es adquirida; el 17 por ciento de quienes la padecen es de menores de 30 años, el 33 por ciento tiene entre 30 y 59 años y el 48.8 por ciento es mayor de 60 años.

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Rosa tiene un cubrebocas que no rebasa el inicio de su nariz. Trae una gorra y un suéter blanco. En un tanto bajita, tiene esa joroba que se le hace a todas las personas mayores por cargar la vejez. Su cabello es corto. Cada que termina de hablar asiente la cabeza y cuando le toca escuchar mira hacia arriba, y nos busca con sus ojos huérfanos y apagados.
Sus respuestas son tajantes, habla apenas lo justo. Por un momento, al escucharla, me espantó la crueldad de los accidentes, pero recordé que la vida es peor, es indiferente.

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Mi padre falleció cuando yo tenía 11 años. Mi madre cuando yo tenía 16, así es, a la misma edad que cuando perdí por completo la vista, a veces las tragedias vienen acompañadas.
Cuando perdí la vista fue algo muy difícil para mí. Me la pasaba encerrada, con miedo a salir, no quería. La Ciudad es peligrosa, me daba miedo, me quitó la vista y no sabía qué más me podía arrebatar.

Conseguí un trabajo, era de aseo en una casa. Estaba cerca de donde yo vivía, no salía más que para ir a trabajar, cuando terminaba el trabajo volvía a la casa, parecía que no podía seguir adelante, no podía o no sabía cómo.
Pero a uno es normal que le entre el gusanito, el gusanito de vivir, el gusanito de superarse, el gusanito del futuro y la necesidad.

Me levantaba todos los días, iba a trabajar, limpiaba, recogía, lavaba y regresaba a casa, sola y preocupada por el mañana. Y es que era una invidente que no parecía invidente, no tenía ni bastón, ni idea de las suertes y los azares que significan ser ciego.

Se llamaba Florencio Ramírez, que en paz descanse. En una de ésas, lo conocí, él estaba a cargo de una asociación de invidentes. Él fue el que me dijo de la escuela para ciegos y accedí a venir. El gusanito que tenía me dijo que sí fuera. Así lo hice.

No sabía cómo llegar, les pagaba a algunos que no conocía para que me ayudaran a llegar, hasta que se me hizo una costumbre llegar a la escuela. Ahí a uno le enseñan a ser ciego. Le enseñan el braille, el ábaco que viene a ser la matemática, la orientación espacial, todo lo que pareciera un ciego nace sabiendo.
Acabé la escuela y me seguían las ganas de tener una vida un poquito mejor, decidí estudiar algo parecido a lo que yo anhelaba de niña y que las casualidades me arrebataron, fui a una escuela que se llama Palmer en la Roma. Estudié la carrera en masoterapia, ahora todo parecía ir un poquito mejor.

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Conseguir un empleo para un discapacitado visual suele ser una tarea difícil, pues según cifras del Comité Internacional Pro Ciegos, en promedio sólo 13 de 200 alumnos consiguen un empleo formal y digno, mientras todas las demás personas tienen empleos informales, siendo la mayoría vendedores ambulantes.

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“Ya saben que ustedes no pueden estar aquí”. Todos los días escuchábamos ese reclamo. “¿A dónde quieren que nos vayamos?”, preguntábamos. “Váyanse a buscar acomodo en su delegación o municipio, ellos les ayudarán”.

Así lo hicimos. Ya había terminado la carrera, pero no encontré acomodo en ningún lado. Por eso me vine a poner en esta plaza, aunque nos corrieran.

Primero fueron los comerciantes, yo llevaba ya cerca de diez años aquí. Intentaba no molestar a nadie, comencé con un banquito y muchas ganas. Después pude comprar una silla más profesional y aquí mismo sobaba a los pacientes.

Pero llegó diciembre y con los fríos llegaron muchos negocios de esos que abundan aquí, en lonas y tubos que montan y desmontan con la ida del sol. Ellos nos intentaron quitar, nos amenazaban y nos corrían. Supongo que les daba miedo que les bajáramos la clientela. Me mantuve firme, no me moví, y ellos se cansaron de repetirme siempre la misma historia. Me dejaron en paz.

Poco nos duró el gusto, después fue la Policía. Por órdenes de los que uno no sabe el nombre los mandaron a quitarnos. Con los comerciantes tenían una mano muy dura. Los correteaban y hasta los golpeaban. Intenté no meterme hasta que no quedaron más puestos y fue inevitable que llegaran a mí.
Primero venían todos los días a decirnos que nos fuéramos, que debían arreglar ahí, que ya no podíamos estar más, que dábamos mala impresión, que a la próxima nos llevaban con todo y camilla. Les pedimos soluciones y nos dijeron que fuéramos a pedir acomodo en nuestra delegación.

Fue lo que hice, y poco cambiaron las cosas. “No tenemos cupo”, me repetían a todos los lugares a los que iba. Es difícil conseguir trabajo y la necesidad me llevó a regresar a esta plaza, pero ya no ponía la camilla aquí, mejor renté un local donde la ponía. Aun así, al poco tiempo volvieron “Ya les dijimos que no puede estar aquí”, escuché.

Fue un 7 u 8 de enero de este año. Desperté desde antes de que saliera el sol. Uno lo sabe sin siquiera abrir los ojos. Hacía frío, ese frío del inicio del año, ese frío que le pone tiesos los pies, aunque los tengas tapados. Tenía frío y el corazón lo traía apachurrado por el temor.

Ese día nos habríamos de reunir con Claudia Sheinbaum. Nos habían dado la oportunidad de irle a pedir ayuda, de aclarar nuestra situación. Tal vez ella por fin nos podría dar una solución, tal vez ella nos podría dar un buen trabajo, tal vez el destino ya no sería tan misterioso y secreto.

Me enredé en la oscuridad de la Ciudad todavía dormida. Tomé otra vez los camiones que usaba para llegar a trabajar. Me senté junto a la ventana, pero esta vez un pensamiento me inundaba la mente cada que me sorprendía perdida en el pensar. “Es una buena mujer, ella nos ayudará”.

Llegué, estaba en el Edificio de Gobierno de la Ciudad de México, fui de los poquitos que nos tocó venir. Nos hicieron formarnos y esperar afuera. Pasaba el tiempo y yo todavía sentía el rumor de la respiración de los otros que estaban a lado de mí. De repente alguien cantaba o platicábamos lo que le íbamos a decir.

Salió una voz desconocida y nos dijo que entráramos, nos pasaron a sentarnos en unas sillas. Sentía las paredes y era un edificio frío. Nos sentamos a esperar, y ahí duramos hasta que la panza comenzó a protestar por el hambre. Esperamos en ese tiempo largo y cachazudo. Esperamos y nos cansamos de esperar.

Pasado más tiempo una voz larga y cansada nos saludó, era ella. Nos pusimos de pie y saludamos. Nos pidió disculpas por la tardanza, apenas dijo un par de palabras tan aleatorias que no vale la pena ni recordar. Nos dijo que nos atendería el señor Arturo.

Esperamos al señor Arturo y salió. Salió nomás a escucharnos, a decirnos que sí, que estaba bien. Nosotros nos turnábamos para habar, no queríamos misericordia, ni siquiera comparecencia, queríamos que nos dejaran trabajar y ganarnos la vida, no pedíamos más.

Nos dijo que les era imposible, apenas habían mandado a arreglar la plaza, le habían puesto pavimento nuevo en el suelo, habían plantado arbolitos en las jardineras y la fuente ya se veía mejor por lo que me contaban. Nos dijo que buscáramos acomodo en otro lado o en la delegación de donde era cada uno.

Nos cansamos de explicarle que todo eso ya lo habíamos hecho, pero el señor Arturo no nos supo decir más. Salimos y estaba nublado, se sentía un aire blando, nos despedimos sin la misma beatitud.

Subí al metro y ya no era presa de mis pensamientos, pues, ya no tenía ilusiones dándome vueltas en el corazón, ahora tenía una realidad accidentada y no había más que imaginar: no nos dieron solución.

Volví a la plaza, pero escondiendo mi camilla en un local. Con el tiempo los policías fueron volviendo cada vez menos a repetirnos la amenaza que ya me sabía y estaba cansada de ignorar.

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La Escuela Nacional para Ciegos fue la primera escuela de su índole en Latinoamérica, fue fundada en 1870 por Ignacio Trigueros, que en su tiempo fue gobernador de la Ciudad de México.

Al ser la primera en su tipo en México, se carecía de profesionales para instruir a las personas ciegas, por lo que Trigueros tuvo que aprender el braille, a leer y escribir, para así él dar las clases y enseñarlos. Desde entonces la Escuela Nacional para Ciegos ha servido para que invidentes puedan reintegrarse a la vida cotidiana.

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“Síguelos, síguelos, van a salir a plaza de la constitución. Están pendejos si creen que nos evitaron”, les gritaba a todas las cabezas con cascos y llenas de agua por la lluvia. Mientras, escuchaba el parloteo de nuestros pasos, todos corríamos a donde les había indicado. Ahí estaban.

Sostenían sus tubos y lonas amarrados por rafia. Ahí estaban, platicando entre ellos ya agitados por el paso apresurado que traían. Ahí estaban, sin suéter, bajo un clima violento, desmesurado; viendo su respiración partir y desmenuzarse en el día gris. Ahí estaban, bajo la lluvia, huyendo.

Llegamos a la plaza y nos formamos el uno a lado del otro. Nos cubrimos como pudimos. Esperamos. No había ruido, sólo la lluvia haciendo ruido al caer y los relámpagos que gritaban en los cerros que estás más allá que lejos.

Esperamos hasta sentir la primera piedra que golpeó en los escudos de plástico transparente. Después de ella, fueron decenas, yo creo que hasta cientos, y ya no sólo piedras, también tubos, pedazos de plástico y hasta jitomates o cebollas.

Esperamos a que cesara y les dije que avanzaran, corrimos a donde ellos. Solos se habían acorralado. Y ya no es que uno se lo cuestione, uno ya no piensa que podría estar en otro lado, o la naturaleza del enemigo. Te encarga tu jefe que lo debes de hacer y pues qué más, hay que hacerlo.

Golpeaba con mi macana, miraba los rostros regordetes con muecas de dolor, algunas en el suelo, otras buscando golpearme. Es difícil pensar en golpear a alguien hasta que comienzas a golpearlo.

Se les dijo por las buenas por las malas y las peores, pero se aferraron a seguir ahí. “Quítalos”, me dijeron en el cuartel y yo debo entregar cuentas, los debía quitar. Es por eso que ahorita estoy pateándole la cabeza a este muchacho flaco que está tirado en el suelo mojado, es por eso que entre varios le pateamos el cuerpo mientras cubre su cabeza con sus brazos que tienen una Santa Muerte pintada a la carrera.

Se nos fue rápido el aire, pero a ellos también, quienes seguían de pie comenzaron la carrera dejando la mitad de sus cosas que ya están echando en la parte de atrás de una patrulla. Los que no corrieron están acá, dejándose subir al vehículo, con las manos atrás y la mirada perdida y tal vez sin los dos dientes de enfrente.

Es por eso que me cuesta trabajo imaginar -como si alguna vez alguien lo imaginara-, que estoy del otro lado. Que ahora le pido la hora y le doy los buenos días a aquellos con los que me peleaba y a aquellos con los que me amenazaba de todas las formas en las que se pueden amenazar.
35 años de policía, pero eso ya no importa, o pareciese que no.

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Campeche, Sonora y Tabasco son los tres estados con mayor número de personas discapacitadas visualmente. Los menores de 30 años con discapacidad visual, ocupan el 17 por ciento. Personas entre 30 y 59 años son el 33 por ciento. Los mayores de 60 años son el 48.8 por ciento. Las principales causas de la perdida de vista son la edad avanzada o la diabetes.

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Me paro todos los días, o casi todos, junto a esta banquita. Debo gritar para que la gente se dé cuenta que estoy aquí. Llego a las 8:30. A veces más tarde, no porque yo quiera, pero es complicado tomar el transporte, cuando los conductores lo ven a uno ciego no se paran, lo ignoran, necesitamos a veces ayuda para que nos ayuden a tomar el transporte para venir a trabajar desde Iztapalapa hasta acá.

Y como te menciono, nos paramos aquí y gritamos lo que hacemos, ofrecemos apoyo y ayuda. Ayuda. Al menos a mí me satisface ayudar a la gente, cuando a uno le dan las gracias, lo llena de formas en las que es hasta raro explicar. Y es por eso que tal vez elegí dedicarme a esto después de la policía. Además de la necesidad, claro.

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Se llama Maximiliano García. Es alto, más de lo que me hubiese imaginado cuando lo vi recargado en una banca. Está vestido todo de blanco, usa gafas de sol y un suéter tejido, además de un cubrebocas cansado de usarse. Su cabello es largo y delgado. Su nariz, orejas y labios son gruesos. En sus manos fuertes un anillo plateado tosco que llama a la vista. Su bastón casi no lo utiliza más que después de un rato para dar brinquitos en el cemento.

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Soy diabético, eso fue lo que me pasó a afectar, se descontroló la enfermedad y sin darme cuenta me dio una retinopatía diabética. Comencé a ver borroso, pero no le presté atención, como a tantas otras cosas que le pasan a uno y ya, fue mi único aviso. Un día, así sin más, estaba ciego, se me nubló la vista. Como si una plasta de sangre se me hubiese quedado pegada en los ojos.

Me espanté, no era para menos, y busqué soluciones, ayuda de todo tipo, muchos hospitales, doctores privados y públicos. Hasta en las noches solas y largas pensaba en el karma, o la divinidad, que me estaban haciendo pagar no sé cuáles fechorías.

Me operaron cuatro veces en este ojo y lo perdí, se me desprendió la retina.

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El señor Max se levantó las gafas y nos señaló su ojo izquierdo, es opaco y sin luz, es difícil diferenciar la pupila del resto del ojo. Enseguida se volvió a poner las gafas.

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A veces me preguntaba si en realidad nosotros somos los que le damos una impresión a la gente que pasa por esta plaza, y es que nos han querido echar por mucho tiempo. Así ha sido. Pero ni siquiera echan a andar la fuente o corren a los drogadictos que vienen aquí a tirarse en las jardineras, a ellos no les dicen nada, y a nosotros, que somos un servicio de salud, sí. Intento ponerme de su lado, porque ahí estuve, pero ya no los entiendo.
Cobramos de 100 a 150 por sesión, ya depende de la gravedad del dolor o del malestar, puede ser un golpe o algo médico en lo que no podemos ayudar. Comenzamos por una entrevista médica. Por qué su dolor. Qué acciones realizó. Alguna enfermedad anterior. Todo lo que le podamos investigar, después de eso, ya sabemos más o menos cómo atender a cada paciente, uno va sintiendo y palpando con las manos el cuerpo, los huesos, los golpes. Para eso estudiamos, y siempre he tenido buenos comentarios.

Por lo regular nos paramos de a dos y al que el cliente se acerque a ése le toca atender. A veces me toca con Rosa, ella fue la primera en venirse aquí buscando salir adelante y yo vine a parar con ella antes de acabar la carrera, me dijo que viniera, no sé qué pensaría de mí, pero a día de hoy lo agradezco.

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El pasado 20 de septiembre la Escuela Nacional para Ciegos cumplió 150 años desde su fundación. Estuvo cerrada y no se abrirá hasta nuevo aviso.

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Mi familia a su vida y yo a la mía. Al principio es duro lidiar con la tristeza y es que pierdes algo que pareciera te pertenece. Es tu vista. Es tu sentido. Es tuyo y uno no se da cuenta de lo frágil que es tener algo hasta que se lo quitan.

Cuando perdí la vista me dio depresión por mucho tiempo. Lloraba en las noches en las que me entraba la idea de que ya no había nada que hacer, éste era mi nuevo yo. A partir de ahí me tocaría vivir así. Se dice poco, pero te toca vivir así toda la vida. Es fácil pensar en la vida de los otros, como algo que no va para largo, hasta que es la tuya, ahí no es algo largo o de mucho tiempo, lo es todo.

Mi familia, después de un tiempo se cansó de mi actitud o de mí. Y dejaron de apoyarme, sólo me hacían a un lado, me trataban como a una carga. Era más como un objeto al que sacaban a que le diera el sol, y yo no me sentía como algo más que eso. Sientes que cuando pierdes la vista también pierdes tu valor como persona.

En el trabajo, ¿de qué sirve un policía ciego? Más allá de los chistes que se nos puedan ocurrir. A final de cuentas, las instituciones siguen, estés o no estés ahí. Te dan las gracias y que pase el siguiente. No les importó si yo era el comandante. No les importó que yo tenía cédula. No les importó nada más en realidad. Cuando uno pesa sólo es un gasto y a nadie le gusta gastar.

“Mientras esté vivo voy a estar triste”, llegaba a pensar en mi soledad. Y pareciese que sí, pero el plan es desapegarse de lo que era y ya no es. De la vista. Del trabajo, familia y amigos. De todo lo que pensabas que eras tú. Y ya de ahí sólo queda pensar en el futuro, pensar en salir adelante, pensar en que la vida cambia, y todavía no acaba.

Hace más de diez años, no sólo perdí la vista, también perdí: amigos, familia, dinero, trabajo y oportunidades. Pero gané tantas otras cosas, entre ellas, aprendí a ver la vida de una nueva forma, (o mejor dicho) a sentirla.