Por: Melisa Carrillo/

A mediados del siglo XX, en una Rusia convulsionada por los vestigios de las revoluciones de 1917, y los mandatos de Iósef Stanlin temeroso de soltar el poder, aparecieron dos de los mejores bailarines que Rusia y el mundo vieron nacer: Rudolf Núyerev, y Mijaíl Barýshnikov.

Su técnica y personalidad eran completamente diferentes, así como su concepción de la danza y el arte, pero la marca que dejaron en occidente es imborrable.

Rudolf Núyerev, conciliador de lo clásico y contemporáneo

El impetuoso Núyerev nació el 17 de marzo de 1938 mientras su madre viajaba en el tren transiberiano para reunirse con su esposo en Vladivostock.

Núyerev provenía de una familia humilde, y en el momento en que decidió que se dedicaría a la danza, el ballet, que en sus inicios había sido el entretenimiento de monarcas y aristócratas, se había convertido en uno de los elementos que enaltecía y enorgullecía a la casa soviética, por lo que su tradicional técnica y espíritu se vigilaban celosamente.

El pequeño Rudy, que vivía en una situación de pobreza y hambruna, se sintió impresionado por el aura de respeto y elegancia que cubría a los teatros y a los bailarines de ballet, cuando presenció por primera vez un espectáculo de danza clásica a los seis años.

Desde ese momento, volcaría su vida entera a la danza, con el propósito de convertirse en el próximo Nijinsky.

En 1955, cuando Núyerev se integra de forma tardía al Instituto Coreográfico Vaganova, debido a la interrupción que representó la Segunda Guerra Mundial, el mundo ya conocía la maestría de la interpretación rusa, que había sido mostrada al extranjero por primera vez durante las Temporadas Rusas que el empresario Serguéi Diáguilev había llevado a París a principios del siglo.

Estos espectáculos conjugaban una técnica rigurosamente clásica, con aportaciones de la cultura popular rusa en la escenografía y vestuarios, acompañados de música de grandes compositores de la época como Ígor Stravinsky y Alexandr Skriabin.

El instituto en el que Núreyev se formó profesionalmente, utilizaba por ese entonces el sistema ideado por la bailarina Agrippina Vagánova, el cual preparaba a los estudiantes para interpretar con maestría las grandes piezas clásicas; heredadas de los ballets franceses y adecuados a la técnica rusa, y para interpretar las nuevas ideas nacionales, que como la mayor parte de los bailarines occidentales, comenzaban a dividirse entre la danza clásica y la naciente danza moderna.

Asimismo, Núyerev fue heredero de las aportaciones que grandes coreógrafos rusos hicieron al ballet, como la integración de música, baile, escenografía y vestuario como partes de un gran todo de Mijaíl Fokin, la utilización de saltos, y movimientos rápidos y bruscos de piernas y brazos, implementados por Vaslav Nijisnky, los movimientos complicados de Leonid Miasin, así como la monumentalidad rapidez e impetuosidad que George Balanchine heredó al ballet.

En este contexto, el joven bailarín, que se había destacado de entre sus compañeros desde sus inicios en la danza, despuntó en la academia al punto de ser considerado para acompañar a la compañía de danza Kirov durante sus presentaciones fuera del país.

Fue así como el 17 de junio de 1961, mientras se encontraba de gira en Francia con el Teatro Kirov, y después de probar un poco de un país libre y fresco, Núyerev tomó la decisión de no regresar con la compañía, y pedir el asilo político a unos oficiales que se encontraban en el aeropuerto.

La noticia llegó enseguida a su país, causando el rechazo y repudio de sus connacionales, resentidos por los recientes roces de la Guerra Fría, y por un nacionalismo exacerbado, que tenía a los bailarines de ballet en un rango igualable al de héroes nacionales.

Por su parte, occidente recibió con los brazos abiertos al prodigioso joven, que pasó de ser contratado casi instantáneamente por el Grand Ballet du Marquis de Cuevas, a integrarse a las filas del Royal Ballet de Londres, acompañando a la primera bailarina Margot Fonteyn, con la que establecería una larga relación profesional y personal.

Durante su paso por los Estados Unidos, Rudolf, que había causado una excelente impresión desde sus primeras presentaciones en Francia, comenzó a ser solicitado para aparecer en cintas como Les Sylphides en 1962, la versión cinematográfica de Don Quixote de Minkus en 1972, y en la cinta Valentino de Ken Russell en 1977.

Asimismo, participó en diversas presentaciones de televisión, como en el show de The Muppet Show cuando el programa estaba en peligro de desaparecer.

Bajo la dirección de Martha Graham, considerada la madre de la danza contemporánea, Núyerev participó en Lucifer, un espectáculo para recaudar fondos para la compañía. Para ese entonces Rudolf ya había tenido un acercamiento a esta nueva corriente dancística tras su paso por el Ballet Nacional de Holanda en 1968.

Legado

Las aportaciones de Núyerev al ballet son numerosas. Rudolf era una persona meticulosa y disciplinada, que daba todo durante los ensayos y las presentaciones. Siempre buscaba dar lo mejor de sí, por lo que pasaba horas perfeccionando su técnica y estilo, enriqueciendo su danza con diferentes expresiones artísticas, como la literatura, el cine y la música.

Su ansia de perfeccionamiento y aprendizaje lo llevó a crear un estilo único, con el que deleitó al público, cambiando el estigma en el que se tenía a los bailarines masculinos, considerados hasta entonces como meros acompañantes de las bailarinas, las estrellas absolutas del espectáculo.

Núreyev se dedicó a crear variaciones de temas de las obras clásicas del ballet para los personajes masculinos, con la intención de darles una mayor presencia en el escenario, y apoyarlos para que a través de la interpretación de solos, pudieran tener una mayor comprensión de sus personajes.

Respecto a la comprensión de los personajes, fue fundamental las aportaciones teatrales que implementó en sus interpretaciones, ya que gracias a sus expresiones faciales y corporales fue más sencillo identificar el carácter de los personajes, así como sus emociones y sentimientos.

Asimismo, fue uno de los primeros bailarines que concilió la elegancia y técnica de la danza clásica con las aportaciones de la danza moderna, al crear coreografías en las que los dos estilos convivían y se retroalimentaban.

En 1983, cuando fue nombrado director del Ballet de la Ópera de París, y posteriormente, cuando dimitió para mantenerse como coreógrafo de la compañía, creó un sin número de piezas en las que exigía de sus bailarines lograr pasos que se creían imposibles, implementando la utilización de pasos contemporáneos en pointes, y la utilización de pasos modernos con la perfección de la técnica clásica.

Actualmente, uno puede reconocer fácilmente sus piruetas, y famosos arabescos, en donde a diferencia de los tradicionales saltos verticales, se trasladaba de forma horizontal por el escenario, impulsando su salto con un pie, e inmediatamente estirando su otra pierna en línea recta para dar la impresión de quedar suspendido en el aire, segundos después caía sobre el primer pie y comenzaba una serie de piruetas vertiginosas, para repetir todo el proceso una y otra vez.

Entre sus representaciones más recordadas se encuentra El corsario, inspirado en el poema de Lord Byron y La Bayadera, con coreografía de Marius Petipa.

El estilo y entrega de Núreyev inspiró a generaciones de bailarines a lo largo de los años, entre los que se encuentran, Rudi van Dantzig descubierto a temprana edad por Rudolf, el ruso Mijaíl Barýshnikov, hasta el bailarín mexicano Isaac Hernández, quien ha mencionado en diversas ocasiones que Núreyev había sido su ejemplo a seguir.