Por: César Dorado/ 

En sus letras quedó impregnado la esencia del terror, pero no aquel terror perturbador en el que espectros antropomórficos y sangrientos se llevan tu alma, sino aquel que baja hasta la cotidianidad de una vida tranquila y, escondido en el jardín donde se cultivan “crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos” comienza a acechar la intimidad de la vida, siempre, vestido en forma de huésped.

Hace algunos meses, Amparo Dávila había sido galardonada con el Tercer Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura que otorga la Universidad de Guanajuato, por su trayectoria como una de las cuentistas mexicanas más destacadas en el género fantástico; un género en el que pudo agrupar la esencia de lo siniestro, la tristeza, el despecho y la muerte, con la mujer como principal protagonista en un mar de historias en el que la vida se ve como un devenir terrorífico.

Nacida en Pinos, un pueblo de Zacatecas donde “a veces sólo se oía el viento, de la mañana a la noche, de la noche a la mañana. Siempre el viento” desde su infancia mostró una virtud por ser contemplativa y rebelde. A los cinco años lograba sumergirse por horas en el misticismo del campo y los rincones misteriosos de su pueblo minero, en donde “quería convertir los pedernales en oro y las flores en perfumes”.

Su acercamiento a la lectura llegó al adentrarse dentro de la biblioteca de su padre, pero quizá fueron las casas donde pasó sus primeros años de vida, en donde comenzó a cultivar los elementos visuales necesarios para trazar su obra.

“Recuerdo dos casas. La primera, donde yo nací, era una casa con un jardín cuadrado en el centro, un jardín lleno de enredaderas, y con habitaciones a los lados. En la parte de atrás había un segundo patio, que era en realidad una huerta, con árboles frutales y legumbres.” Una descripción casi precisa de su cuento “El Huésped” y “El patio cuadrado”.

Y aunque su vida estuvo trazada por la curiosidad, Amparo Dávila también estuvo bajo el yugo de ser una niña enfermiza, en donde el clima frío de su pueblo le imposibilitaba aún más salir a conocer sus alrededores.  Ella miraba por una ventana de la basta biblioteca de su padre en donde “veía pasar la vida. Pero lo que pasaba era la muerte, porque en los pueblos de los alrededores no había cementerios y la gente iba a Pinos a enterrar a sus muertos.”

Desde pequeña, demostró una habilidad extraordinaria para la escritura y tras mudarse a San Luis Potosí para terminar su educación primaria y secundaria, las lecturas fueron fortaleciendo ese talento. Así, con tan sólo 22 años publica su primera obra “Salmos bajo el agua” (1950), obra que trazaría su carrera en los años siguientes.

Cuatro años después de su primera publicación, la escritora se mudó a la Ciudad de México para estudiar la universidad, al mismo tiempo que era asistente del escritor Alfonso Reyes, periodo en donde logró crecer profesionalmente y así, logró publicar su segunda obra “Tiempo destrozado” (1959).

Siendo parte de la llamada “generación del medio siglo”, la obra de Dávila destacó por la sencillez de su lenguaje y los temas cotidianos en la que se enfrascan sus personajes, quienes están llenos de sufrimiento, tristeza y una locura demencial que se esconde pero que poco a poco escapa y fluye en un cuerpo agotado.

“La locura no me ha sido ajena, la he vivido, la he palpado, desde que nací… Por eso sé que la vida sigue un hilo tan fino, tan sutil, que en cualquier momento se puede romper y llegar la sinrazón.” Demencias adornadas con el verdor de un jardín floreado y el aroma de los caracoles que se preparan en la alta cocina.

Pero los personajes de su obra, aunque enmarcados en la libertad que trae consigo vivir rodeado de plantas y el viento, viven ensimismados y tristes “la mayoría de los seres humanos vivimos atrapados en rutinas, rutinas de trabajo, rutinas domésticas o rutinas impuestas por uno mismo. Aunque uno sienta que es libre, siempre hay algo que lo está atrapando, como una trampa”. Siempre con el pesar del terror de saber que no se conoce a sí mismo ni a lo demás que lo rodea.

En su obra se retrata la vida desde la construcción del sufrimiento y la exploración de la locura, una locura que se sabía desconocida. Amparo Dávila trazó la línea del protagonismo femenino en la literatura mexicana, dando un retrato melancólico y atmósferas desoladoras en donde la mujer se desvanecen con dolor y agonía. En la memoria de la literatura mexicana se queda el recuerdo de Amparo, una precursora de la fantasía, una mujer fantástica.