David Sarquis

Por: David J. Sarquís*

El conflicto entre Arabia Saudita e Irán se ha venido gestando desde hace ya algunas décadas, en las que ambos países compiten por la hegemonía regional. El conflicto tiene profundas raíces históricas. Desde la época en que el Islam permitió la unificación de las tribus árabes durante la primera mitad del siglo VII de la era cristiana, éstas organizaron una eficiente maquinaria de guerra que pronto conquistó importantes zonas de influencia del otrora poderoso imperio bizantino y, de hecho conquistó al imperio persa, convirtiéndolo al Islam y manteniendo a la región subordinada al califato árabe hasta finales del siglo XV.

Eventualmente, los persas, aunque siguieron siendo musulmanes, reconquistaron su autonomía política y cambiaron de filiación sectaria hacia la rama conocida como chiita en la historia del Islam reavivando las diferencias étnicas y culturales entre los persas y los árabes. Los chiítas, o partidarios de Ali, constituyen una minoría de apenas 10 a 12 por ciento entre la totalidad de los musulmanes que son sobre 90 por ciento sunnitas en el resto del mundo, pero en países como Irán e Irak representan la mayoría de la población.

A partir del triunfo de la revolución islámica en 1979, Irán ha tratado de incrementar su influencia regional exportando sus principios fundamentalistas, lo cual fue percibido como un peligro, no solo por Occidente, sino de manera más inmediata, por los países vecinos, regidos por gobiernos sunnitas. Entre 1980 y 1988 Irán e Irak tuvieron una sangrienta guerra fratricida, cuyo propósito principal parece haber sido la contención del fundamentalismo iraní y que dejó más de un millón de muerto y agravó las tensiones sectarias entre los musulmanes de la región.

Después del derrocamiento del gobierno de Saddam en 2003, con el desmantelamiento de su aparato estatal, los norteamericanos generaron un vacío de poder que exacerbó aún más esa tensión sectaria y condujo al establecimiento de un gobierno chiíta que propició un levantamiento sunnita conducente a la creación del actual Estado islámico, pero además, fortaleció la posición iraní en el Medio Oriente.

Los sauditas han visto con gran preocupación el creciente expansionismo de la influencia iraní en Irak, Siria, Líbano y, más recientemente, en Yemen. Esta situación, agravada por la percepción de los beneficios (reales o imaginarios) que pueda traer para Irán el acuerdo de 2015 con Occidente sobre su programa nuclear, que según sus críticos no sólo abre la puerta para que los iraníes tengan un arma nuclear en el mediano plazo, sino, más preocupante aún, fomenta su desarrollo económico en la medida que se vayan eliminando las sanciones en su contra y en consecuencia, permitirán la escalada de sus actividades expansionistas, han incrementado la preocupación de Arabia Saudita sobre el desarrollo de los acontecimientos en el futuro cercano.

La crisis de precios del petróleo, que bajó de más de 100 dólares por barril en el verano del 2014 a menos de 40 en la actualidad no ha hecho nada por calmar la ansiedad del gobierno saudita, que el año pasado tuvo un déficit presupuestal de más de 90,000 millones de dólares, tristemente reflejados en la reducción de importantes programas sociales, lo cual, aunado a las dificultades que han tenido en lo militar para contener a los rebeldes yemenitas de filiación chiíta, han propiciado el desarrollo de una estrategia política  que ayuda a explicar la crisis desatada entre ambos países al inicio de este año.

El nuevo año inició con una nota informativa que anunció  la ejecución de 47 prisioneros acusados de actividades terroristas en Arabia Saudita, entre ellos a un popular líder chiíta que había sido particularmente crítico del gobierno, incluso desde antes del advenimiento de la llamada primavera árabe. Este movimiento, calculado o no desató una fuerte reacción entre las comunidades chiítas de varios países de la región, notablemente en Irán, Irak y Bahréin, donde los chiítas constituyen la mayoría de la población. La ola de protestas incluyó un ataque directo en contra de la embajada saudita en Teherán y ello motivó que Arabia Saudita decretara la ruptura de relaciones diplomáticas con Irán e iniciara presión entre sus aliados regionales para hacer lo mismo.

No es fácil prever con certidumbre el alcance que pueda tener este conflicto, aunque ciertamente no puede negarse su seriedad. Rusia se ha ofrecido inmediatamente como mediador entre los contendientes y Estados Unidos ha hecho un llamado formal a la prudencia y el control. Ambas potencias internacionales tienen mucho en juego. Los rusos tienen en Irán a su más firme aliado en el esfuerzo por mantener vivo al régimen de Bashar al Assad en Siria y los norteamericanos saben que está en juego el delicado proceso de limar asperezas con Teherán, sin cuyo apoyo difícilmente podrán sortearse varias de las crisis que afectan hoy día a la convulsionada región del Medio Oriente. Pero tampoco pueden darse el lujo de enajenar su relación con los sauditas, su aliado histórico e importante fuente de suministro de petróleo para el resto del mundo. Siendo el principal productor mundial, Arabia Saudita tiene la capacidad de influir marcadamente en el precio del petróleo en los mercados internacionales manejando discrecionalmente sus propias cuotas de producción.

A pesar de lo alarmante que puede parecer la situación en primera instancia, resulta destacable la calma con la que han reaccionado los mercados del crudo, aparentemente confiados en que no habrá una escalada de un conflicto que, sin lugar a duda, puede poner en juego la estabilidad internacional en su conjunto.

*ITESM Docente-Investigador 
Escuela de Ciencias Sociales y Humanidades
Departamento de Derecho y Relaciones Internacionales
Campus Estado de México