Por: Alan Amaury/

Las citas son a las 20:00 horas, un poco más tarde de lo normal. Afuera del lugar está una chica de cabello lacio recogido hablando por teléfono.

“Dile que no se preocupe, todo va a salir bien, ahorita hay muchos contagios, ha de ser por eso”, indica al teléfono mientras fuma un cigarro y se recarga en la pared.

Lo primero que uno hace al entrar al cuarto de paredes azules es ponerse gel antibacterial y buscar una silla, los más tímidos se sientan hasta atrás, cerca de la entrada; los que llevan varios años ya conocen su lugar cerca de la tribuna.

La sesión está por terminar y es el turno de Emilio, un hombre moreno de cabello corto peinado hacia arriba con gel. Tiene bigote delgado y viste una playera color azul marino con líneas color naranja fosforescente. Está contando aquella vez que juntó a todos sus amigos para ir a golpear a un tipo que le tiró su pulque en el tianguis de El Salado.

“Llevábamos palos, piedras, tabiques. Regresamos picados, sangrando, para qué les cuento. ¿no?”, narró sobre su pelea.

“Chulada”, dice alguien entre la gente y todos ríen, hasta Emilio. Hoy están hablando de la tercera tradición.

La tercera tradición, de las 12 que hay, dice que el único requisito para ser miembro de AA es querer dejar de beber. Se refiere a que Alcohólicos Anónimos no discrimina preferencias sexuales, edad, estudios o creencias políticas, pues las puertas están abiertas para cualquiera que tenga el deseo de dejar de beber, aunque últimamente, resulta difícil abrir las puertas a todos.

Emilio concluyó su intervención con una frase que todos siguen como una guía sagrada: “felices 24 horas”, el equivalente a un día más sin probar alcohol.

Todos le aplauden le agradecen sus palabras, mientras Emilio toma un aerosol, rocía la tribuna y la limpia con un trapo. Alguien le grita que ya se baje y todos se ríen; esta vez hay más gente, más voces, más risas, más cábula, quizá más apoyo.

Emilio toma una bolsa de plástico con pan, les ofrece a todos y pregunta si quieren más agua, café o té. Lupita, la madrina, le toma una concha de chocolate para acompañar su café, baja su cubrebocas para darle una mordida y le pide a Luis que suba a la tribuna.

Guadalupe, Lupe o Lupita, da igual, es la coordinadora y desde el escritorio dirige la junta; siempre sonríe y hace uno que otro comentario sobre lo que comparten los compañeros de rehabilitación, por lo regular es un chiste. Tiene labios gruesos y piel morena, su cabello es quebrado y apenas se lo pintó de color vino. Es un amor.

Como una autonomía del grupo, comenta Lupita, se acordó que cuando hubiera más de 10 personas en la sala aquellos que tuvieran más tiempo en el grupo esperaran afuera, para que máximo estuviéramos seis reunidos y cumplir con los protocolos sanitarios.

Luis está sentado hasta atrás y es el más joven de la sesión: tiene piel clara, es de mediana estatura y un poco ancho de cuerpo. Camina contento hacia la tribuna, como si hubiese estado esperando ese momento.

“Estuve pensando en la tercera tradición, que dice que el único requisito para pertenecer a AA es querer dejar de tomar y me pregunto: ¿de verdad quiero dejar de tomar? ¿De verdad quiero dejar el desmadre y ser buena persona? ¿De verdad no me quiero morir?”, dice hablando con pausa.

De repente, Luis cambia su voz tranquila por gritos y señala: “si no es así, entonces ¿por qué chingada madre me es tan difícil cambiar?”. Todos guardan silencio.

Ante los peligros del alcohol durante la pandemia, la Organización Mundial de la Salud recomienda evitar el abuso de la bebida para afrontar el estrés.

“En realidad no son una buena estrategia, pues se sabe que aumentan los síntomas de ansiedad y angustia, depresión y otros trastornos mentales, además del riesgo que entrañan de violencia doméstica e intrafamiliar” sin mencionar que “el consumo excesivo de alcohol aumenta el riesgo de Síndrome de Dificultad Respiratoria Aguda (SDRA), una de las complicaciones más graves de la COVID-19”, señala el organismo.

Toda esa descripción técnica, sin embargo, omite mencionar que los alcohólicos tienen una enfermedad sin cura.

“Que haya menos personas vuelve todo más complicado”, comenta Luis, mientras se pone su sudadera negra.

Esto es una enfermedad y el alcohólico necesita una sala de recuperación para rehabilitarse o, al menos, para estar bien un día.

Ningún grupo de Alcohólicos Anónimos ha recibido presupuesto de ningún partido, grupo religioso o alguna otra asociación civil. En los más de 180 países donde existe la “doble A” los grupos se sustentan con las aportaciones voluntarias de quienes asisten a las juntas.

“No nada más las sesiones, sino que la mayoría de los grupos pagan una renta. Que asista poca gente y que en general hayan bajado los ingresos económicos hace que tengamos que hacer un esfuerzo extra para seguir en el mismo local”, explica Luis sobre las dificultades financieras que enfrentan en medio de la pandemia.

Luis no pertenece a Integridad y Superación, él es parte de otra organización en la Ciudad de México y esta vez acudió para invitar a los veteranos a “ir a compartir” sus experiencias en el grupo al que pertenece; ahí todos son más jóvenes y es más difícil lograr que se interesen en el programa.

“Si yo grito es porque tengo miedo y porque ésta es mi medicina, porque es aquí donde saco lo que tengo adentro, donde muestro quien soy en realidad. Yo no soy bueno, no tengo nada de bueno compas, por eso aquí me desenmascaro y dejo todo para que afuera sí pueda practicar la tolerancia. Felices 24 horas”, señala.

Todos aplauden y Lupita comienza a hablar de nuevo: “bueno compañeros, pues todo lo que inicia tiene un fin y les aviso que esta junta está llegando a su término, no sin antes recordarles que todos los errores fueron míos y todos los aciertos siempre serán de un poder superior”.

En ese momento Lupita invita a los compañeros para seguir la no obligatoria, pero sí necesaria séptima tradición: “Todo grupo debe mantenerse a sí mismo, negándose a las contribuciones ajenas”.

Los miembros se acercan a la charola que está en el escritorio y dejan su contribución, caen monedas de 5 y 10 pesos junto a algunos billetes de 20. Al final todos rezan la oración de la serenidad: “Dios concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo y la sabiduría para reconocer la diferencia”. Todos aplauden, otra vez.

Antes, al terminar las sesiones todos se despedían con un abrazo, pero a causa de la pandemia eso ha quedado en el olvido, en cambio, ahora todos se despiden hasta mañana chocando los codos, no es lo mismo, pero aún se siente el apoyo.