Y entonces sobrevino un gran terremoto… Eran las 7.19 horas del jueves 19 de septiembre de 1985 cuando un sismo, con una energía equivalente a la de todos los temblores que ocurren en el mundo en un año promedio, derrumbó edificios, sueños, esperanzas y miles de vidas.

“Sube del fondo el viento de la muerte./ El mundo se estremece en fragor de muerte./ La tierra sale de sus goznes de muerte./ Como secreto humo avanza la muerte./ De su jaula profunda escapa la muerte./ De lo más hondo y turbio surge la muerte/.

El día se vuelve noche,/ polvo es el sol,/ el estruendo lo llena todo”, escribió el poeta José Emilio Pacheco (Miro la tierra, ediciones Era). La ciudad de México, la más afectada por el fenómeno natural que también provocó daños en Michoacán, Guerrero, Colima y Jalisco, estaba frente al peor desastre de su historia.

El movimiento, que en el DF alcanzó los 8.1, sacudió las entrañas de la Tierra por alrededor de dos minutos. Su epicentro se localizó frente a las costas michoacanas y tuvo su mayor réplica al día siguiente, 20 de septiembre, a las 19.38 horas, con una magnitud de 7.9.

Los hospitales Juárez y General, el Centro Médico Nacional, el edificio Nuevo León de Tlatelolco, el multifamiliar Juárez, el Hotel Regis y los sitios de trabajo de las costureras en la avenida San Antonio Abad fueron algunos de los 371 edificios que colapsaron.

Han pasado 30 años de la catástrofe, pero en quienes la vivieron permanece la huella dejada por los escombros y la desolación.

Sin embargo, de ahí también han surgido aprendizajes y avances. Con la actualización de las normas de construcción hoy estamos mejor preparados para enfrentar fenómenos como ése y evitar la pérdida de vidas y patrimonio, coincidieron Cinna Lomnitz Aronsfrau y Luis Esteva Maraboto, investigadores eméritos de los institutos de Geofísica (IGf) e Ingeniería (II), respectivamente.

Fractura repentina

Un sismo es una fractura, un deslizamiento repentino de las rocas profundas de la Tierra; 90 por ciento de los que ocurren en la República Mexicana se registran frente a las costas del Pacífico, donde la placa tectónica de Cocos se hunde bajo la de Norteamérica a razón de seis centímetros por año, explicó Lomnitz en El próximo sismo en la Ciudad de México (colección Ciencia de boleto 2, STC-DGDC UNAM).

Aunque esa velocidad no parece grande, en 20 años puede acumularse energía suficiente para desplazar la placa hasta 1.20 metros. Es lo que se necesita para producir un sismo de magnitud 7. Antes de 1985, se había reunido la necesaria para generar un desplazamiento de dos metros, como ocurrió.

Los temblores son conocidos desde la época prehispánica. Los antiguos mexicanos creían que, en ocasiones, durante su recorrido por el subsuelo después del ocaso el Sol se tropezaba. Lo mismo le ocurría a otros astros, y entonces se generaba un movimiento de tierra.

De ese modo, relató el integrante del IGf que se trata de un fenómeno natural que se comenzó a estudiar científicamente de manera tardía, por una razón: se origina a una profundidad que los seres humanos aún no han logrado alcanzar, a 20, 30 o 100 kilómetros. En México apenas ha pasado un siglo de que comenzó el registro de estos fenómenos, con la inauguración del Servicio Sismológico Nacional (SSN), en 1910.

A nivel mundial existe un tipo de temblor llamado megasismo, con magnitudes de alrededor de 9; el de Chile, en 1960, fue de 9.5, el más grande que se ha registrado hasta ahora. Pero eso no significa que no pueda haber uno de 9.6 o 9.7, aclaró.

Hasta ahora, en el mundo se han registrado cinco de ellos. Después del de Alaska, de 9.2 , en 1964, pasaron 40 años para que se produjera el siguiente, en 2004, en las costas de Sumatra, Indonesia. A él se sumaron los de Chile, en 2010, y Japón, en 2011. El temblor más grande registrado en México ha sido precisamente el de 1985, refirió Lomnitz.

Un caso extraño

En la parte baja de la ciudad de México se ubica la zona de mayor riesgo del país, consideró el sismólogo. Ello se debe a dos causas: la vulnerabilidad provocada por las características del subsuelo y la cantidad de habitantes.

Para Esteva Maraboto, el caso de nuestra metrópoli es particular, único en el mundo, por las condiciones locales tan especiales. Ubicada en una cuenca cerrada, “es la única urbe importante localizada en un terreno tan malo. El bello lago sobre el cual fue fundada por los aztecas a la larga se convirtió en una fuente de riesgo”.

Es así porque en la llamada Zona III, que abarca desde la Villa de Guadalupe hasta Xochimilco, y desde la Condesa hasta Texcoco, en lo que fue el antiguo lago, el subsuelo es sumamente blando, explicó el experto del II. Y un edificio de 10 a 20 pisos que se encuentre en este suelo puede verse sometido a empujes laterales cinco veces mayores o más en un temblor, que otro de las mismas características ubicado en las lomas.

El problema, abundó el exdirector del II y excoordinador de la Investigación Científica de la UNAM, es la amplificación de las ondas sísmicas que se registra debido a la presencia de capas blandas; “dichas ondas, que en terreno firme no tienen grandes efectos, se incrementan mucho en terreno blando”.

Pero no sólo eso: las características del movimiento resultante coinciden con las que causan mayor excitación dinámica en buena parte de los edificios de alturas medias y altas.

Ahí, donde antes hubo un lago, el movimiento fue de gran intensidad, y no estábamos preparados para eso. “El referente que teníamos era el temblor de 1957, de magnitud 7.7, que causó daños nada comparables con los del 85. Las medidas que se tomaron no fueron suficientes, no estábamos conscientes de que podíamos esperar algo mucho mayor”.

En el 85 se cayeron edificios de entre 10 y 15 niveles. “Si jaláramos a uno de la punta y lo dejáramos que vibre, lo haría con su periodo natural; si éste coincide con el periodo con el que llegan las ondas sísmicas, se produce lo que informalmente se puede llamar resonancia, y así se crea una respuesta muy grande”, explicó el científico.

Ésa es la razón principal por la que ciertos edificios fueron más vulnerables. Las construcciones antiguas, coloniales, como iglesias, tienen características más rígidas y un periodo natural de vibración muy corto, por lo que no dan lugar a una respuesta dinámica grande, abundó el emérito del II.

Si la Torre Latinoamericana -que no sufrió mayores daños porque su periodo natural es más largo que el de las ondas sísmicas que llegaron- hubiera estado en Iztapalapa, donde aquéllas tienen un periodo más largo, “probablemente no le habría ido tan bien”.

Lecciones aprendidas

No se sabe cuándo ocurrirá el próximo gran temblor, pero en los últimos 30 años hay avances importantes que permiten tener una ciudad mejor preparada. ¿Hemos avanzado? “Sinceramente creo que sí”, sostuvo Esteva.

La última versión de las normas de construcción data de 2004, pero ya tenemos un documento en revisión que debe salir pronto, y que toma en cuenta información adicional sobre un temblor grande reportado por los sismólogos, que tuvo lugar en el siglo XVIII y que no causó daños porque no existían construcciones vulnerables, pero que fue mayor que el de 1985. La actualización es más exigente”.

Esa normatividad está hecha de tal manera que si ocurre un temblor, de esos que se dan en un lapso de 250 años, la probabilidad de fallas sea muy baja, aunque no estamos exentos de riesgos, reconoció.

Para tener mejor control de su cumplimiento, se creó el Instituto para la Seguridad de las Construcciones en el DF, responsable de hacer revisiones en edificaciones importantes por su función, como hospitales y escuelas. Como ésta, se toman otras medidas para evitar el mayor número de daños posible.

Por último, ambos científicos destacaron el papel de la UNAM en el entendimiento de esos fenómenos naturales y las propuestas que permitan prevenir desastres.

Expertos del II participan activamente en el comité asesor de seguridad estructural del DF; también hay un grupo encargado de la actualización de las normas de construcción. Esta entidad está a la cabeza de la investigación en el área y “somos muy reconocidos a nivel nacional y mundial”, expresó el emérito.

A su vez, Lomnitz Aronsfrau reconoció el rol prominente que ha desempeñado esta institución en los estudios sísmicos; el Servicio Sismológico Nacional, inaugurado en 1910, pasó a formar parte de la Universidad en 1929. En otros países, el registro y análisis de los temblores los realizan instancias de gobierno, no académicas, y eso “nos distingue”.