Por: María Manuela de la Rosa/

Segunda Parte –

Mientras que a nivel global se mueven alrededor de 650,000 millones de dólares, producto del narcotráfico y otros delitos cometidos por la industria del crimen organizado, según cifras del Departamento del Tesoro Norteamericano, los cárteles mexicanos sólo en cuatro años (del 2013 al 2017), han obtenido ganancias por unos 3.6 billones de pesos, sólo por sus actividades de narcotráfico, siendo líderes en la producción y exportación hacia los EU de heroína, en el trasiego de metanfetaminas, cocaína, mariguana y fentanilo; por lo que abastecer al mercado de drogas más grande del mundo constituye todo un éxito financiero.

México es el principal país de tránsito de la cocaína proveniente de Sudamérica hacia los Estados Unidos y es el principal proveedor, puesto que representa el 90% del comercio de la heroína que se vende en ese país.

Independientemente a lo anterior, están las ganancias por su expansión en Europa y Asia, así como otras ganancias por sus actividades ilícitas en México, como son el narcomenudeo, secuestro, el llamado derecho de piso, extorsión, tráfico de personas, de animales, metales y maderas preciosas, entre otros; de lo cual no hay una cifra ni siquiera aproximada.

El Departamento de Estado Estadounidense en su International Narcotics Control Srategy Report 2018, señala que “los enjuiciamientos de lavado de dinero, que han sido muy pocos respecto a las finanzas ilícitas de México, han disminuido aún más en los últimos años” y que “los delitos de lavado de dinero continúan cometiéndose con impunidad”.

Ahí tenemos una evidencia clara, en donde podemos observar que si bien se actúa con todo rigor en la búsqueda y extradición de los líderes de cárteles mexicanos y de otros países latinoamericanos, la lógica y consecuente participación de los bancos en el lavado de dinero, raras veces se menciona y menos se dice a dónde van a parar esas cuantiosas sumas de dinero que dejan todas las actividades ilícitas; a lo más, se habla del congelamiento de cuentas, pero los gobiernos no informan sobre el destino final de ese dinero. ¿Una omisión pactada entre bancos y gobierno? ¿entre políticos? Tampoco la prensa ha parecido muy interesada en este importante tema.

Sin duda el poder económico que han adquirido los cárteles en el mundo y concretamente los mexicanos, es inmenso; sólo decir que, de acuerdo a la cifra señalada por concepto de narcotráfico, de 3.6 billones de pesos en cuatro años, es más de la mitad del presupuesto total de gobierno mexicano para el 2018, de 5.28 billones de pesos. Y ni hablar del presupuesto para seguridad. Según datos del Senado de la República, para 2019 se destinaron .14 billones de pesos, esto es, menos de una décima de lo que genera el narcotráfico. ¿Potencialidades dispares? Es un hecho.

Con el dinero de sus ilícitas ganancias, como señalan informes del gobierno norteamericano, los cárteles compran arsenales iguales o más potentes que las empleadas para combatirlos, corrompen autoridades y mantienen una estructura que les permite seguir operando.

Y como ya se había mencionado, los costos en muertos, desaparecidos e inseguridad generalizada los pagan los países de América Latina, como estima la CNDH: del 2007 al 2017 casi se triplicó el número de víctimas por homicidio que deja el crimen organizado entre 0 y 19 años. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos afirma que más de 30 mil niños han quedado huérfanos por esta violencia que ha ido escalando.

Por otra parte, de acuerdo a información del gobierno de los Estados Unidos, en 10 años la prevalencia de los grupos criminales ha dejado un saldo de 270 mil muertos, más de 30,000 desaparecidos, 250 mil desplazados por la violencia, cientos de secuestrados, torturados, etc.

En México las organizaciones del crimen organizado están identificadas, no sólo por sus nomenclaturas y líderes visibles, sino por sus áreas de influencia, lo que curiosamente no ocurre en los Estados Unidos, siendo uno de los países de más alto consumo de drogas y en donde, tanto la distribución al por mayor, como el narcomenudeo, son tema cotidiano. Esto llama poderosamente la atención.

Aunque hay algunos asuntos que dan un poco de luz al tema, como el caso difundido por la Agencia de noticias Associated Press (AP), en donde se reveló que José Irizarri, jefe de la oficina de la DEA en Cartagena, Colombia, creó supuestas operaciones encubiertas mediante empresas fachadas, supuestamente para capturar narcos, pero que en realidad utilizó para lavar 7 millones de dólares de narcotraficantes y contrabandistas amigos suyos, entre ellos Diego Marín, rey del contrabando en Colombia.

La DEA sabía que en el 2010 Irizarri se declaró en bancarrota por deudas de 500,000 dólares, suma que no corresponde al salario de un agente, quien además se daba una vida de lujos inexplicables, rodeado de ostentación, de continuas fiestas con prostitutas en yates; un estilo de vida incompatible con sus ingresos.

En el 2017 investigadores del FBI fueron enviados a Colombia para investigar el caso y descubrieron que algunos de sus éxitos en realidad favorecían a su amigo Marín. La DEA lo trasladó a Washington a finales de ese año y repentinamente José Irizarri renunció y no se volvió a saber de él. Raro, muy raro tratándose de la muy reconocida capacidad de investigación y eficiencia del FBI, pero sobre todo sabiendo de su capacidad tecnológica y recursos para la localización de infractores de la Ley. ¿Inmunidad? ¿contubernio? ¿fallas del sistema? ¿cortinas de humo? Todo queda en el suspenso.

Al menos hace más de una década que el gobierno de los Estados Unidos dejó atrás la práctica de “certificar” a los países de acuerdo a los esfuerzos en el combate al narcotráfico; una prerrogativa que nadie le concedió, pero que se adjudicó, atribuyéndose una autoridad moral más cerca de la ironía que del buen juicio, para emplearla como arma disuasoria para sus objetivos hegemónicos.

Y en tanto, la impunidad absoluta generadora de miles de muertos.