Por Vicente Flores

Un 10 de mayo de 1508, Miguel Ángel Buonarrotti firma de mala gana el contrato para la decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina; trabajo que le ofrece el Papa Julio II.

Para ese año, Buonarroti era un artista consolidado. La belleza sublime de la Pietà de San Pedro, realizada en 1499, lo había consagrado ya a los 24 años de edad como el máximo escultor de su tiempo. Desde ese momento se lo disputaron los grandes clientes.

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Miguel Ángel Buonarrotti

En Florencia esculpió el gigantesco David, y se le encargó que pintara al fresco una pared de la Sala del Consejo del Palazzo Vecchio, junto a Leonardo. En 1505, el papa Julio II quiso traerlo a Roma para que realizara su tumba, un grandioso proyecto que entusiasmó inmediatamente al artista. Sin embargo, entre ambos se produjo una ruptura clamorosa. El papa –contará Miguel Ángel en 1523– «cambió de opinión y ya no quiso hacerlo», y llegó a expulsarlo cuando el artista se dirigió a él para obtener dinero.

Buonarroti abandonó Roma «por esta afrenta». Pero el papa insistió en que Miguel Ángel trabajase para él y reclamó enseguida su vuelta a Roma para un nuevo proyecto: los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina.

Por no querer perder la fuerte entrada de ingresos ni al desafio de pintar la monumental obra, Buonarroti aceptó, a pesar de que en los muros ya se se sucedían los frescos de Botticelli, Ghirlandaio, Cosimo Rossi, Perugino y Signorelli.

Fueron poco más de cuatro años y medio en los que el pintor trabajó de manera solitaria.

Concluida en 1512, serían más de 300 las figuras en unos 500 metros cuadrados incluidos en la obra más celebre del pintor.