Por: César Hernández/

Todos los días me despierto a las seis y media de la mañana, pero desde las cuatro mi cuerpo ya no quiere quedarse en la cama. Me muevo toda la noche de un lugar a otro, buscando algo que haga perderme en el sueño, pero es inútil. Voy a mi escritorio, camino en la azotea y trato de adivinar en qué calle está la fiesta con balazos y música de Los Inquietos del Norte, pero no lo logro y me hundo nuevamente en la almohada para convencerme de que debo dormir.

Abro los ojos, ahora sin la pesadez de cuando podía dormir tranquilamente y despertar representaba un martirio, esta vez se abren como si sólo hubiera parpadeado y de repente el día ya en frente de mi para llevarme al trabajo.

Me pongo un pantalón, las botas a medio amarrar, cepillo mis dientes y mientras me veo en el espejo, contemplo que mis brazos han cambiado de color. Los comparo con el resto de mi cuerpo y ahora están más bronceados que antes, pero es algo normal cuando te dedicas a la albañilería y andas entre tantas obras negras colando lozas.

Medio me arreglo el cabello, recojo mis llaves y antes de abrir la puerta me coloco el cubrebocas negro que me regaló mi mamá “llévate este cubrebocas, chaparro, me costaron 10 pesos en el mercado. También le compré uno a tu papá, pero el cabrón no se lo pone”. Reviso si llevo todo conmigo y comienzo a pedalear.

En las calles de Ecatepec todo sigue siendo muy normal, la gente aborda la combi para llegar al metro e irse a trabajar, los establecimientos de comida siguen llenos. Entre el viaje voy escuchando conversaciones en las que se encapsulas frases irónicas de gente que cree que no pasa nada “no cabrón, esta madre es puro cuento” mientras tosen y comen una torta de tamal o se toman la primera coca cola del día acompañada de un cigarro.

De repente, entre esa atmósfera de gente, mis pies ya no son míos y mi mente se pone a pensar en mil y un cosas: la vecina de la casa de mis abuelos está enferma de Covid-19, espero esté en cuarentena y cuidándose, mis abuelos son vulnerables, mi papá no se pone el cubrebocas, espero que esto ya termine, al menos tenemos trabajo. Pero… y si alguien de nuestros clientes está infectado, tal vez no lo saben y nosotros estamos entrando a sus casas con toda la confianza, no nos podemos enfermar porque si no tendríamos que dejar de venir a trabajar y no podemos. Los tianguis están cancelados y mis tíos no podrán ir a vender, lo bueno que mis hermanos están en casa, lo bueno es que ninguno se ha infectado.

Así, los pensamientos van bombardeándome hasta hacerme sentir cansado, se acumulan como telarañas en mi cuerpo que parece no estar cansado, pero que, por dentro, entre los desvelos y el insomnio, se resquebraja.
Llego a la casa de los patrones y espero a mi papá, a mi primo y a mi tío. Se acercan y saludan como todos los días “qué transa, galleta”. Todos trae cubrebocas. Tocamos a la puerta, nos abren los dueños, saludamos y nos comenzamos a cambiar con nuestras ropas de trabajo.

Tomamos medidas, hacemos la mezcla y mi papá aplana unos muros, jamás me había dado cuenta que en este oficio se está más cerca el uno del otro de lo que se piensa; nos pasamos la herramienta y comemos uno a lado del otro, no hay posibilidad de que la sana distancia conviva con nuestro día de trabajo, de ser así, no podríamos trabajar.

Estamos encerrados en un baño con poca ventilación, los cubrebocas nos asfixian y todo empeora cuando ponemos el esmeril para hacer las ranuras. Comenzamos a martillar y ahí está la primera piedra enterrada en el ojo, nos tallamos con la ropa y sale, pero después viene una segunda, acompañada de un macetazo por andar distraído, nos la volvemos a sacar, pero ahora es con los dedos descubiertos y no hay placer más grande que ese.

Llega la hora del almuerzo, nos lavamos las manos y el calor se hace cada vez más insoportable, ni el agua fría puede aliviarnos de sentir que nos quemamos por dentro. Pero ese calor no puede ganarle a la angustia que se enterró en el pecho y ya no quiso salir desde que nos dijeron que nos quedáramos en casa.

El calor no vence a la desesperación y al malestar que nos rodea el alma. La muerte tiene permiso en tiempos donde los cuerpos se cuentan como simples bultos de carne infectada por un virus. Pero debemos de regresar a trabajar otra vez. Los pensamientos intentan convencerse a sí mismos “lo bueno es que no nos ha fallado el trabajo, lo bueno es que nos lavamos las manos, traemos el cubrebocas.” Pero siempre hay algo, algo que no te deja en paz, aunque estés trabajando.

Terminamos y nos lavamos las manos, no sé cuantas veces van en el día. Nos despedimos de los clientes, quienes se detienen a platicar con mi papá y en el pequeño viento que refresca de vez en cuando alcanzo a escuchar “la verdad estamos tristes, uno de nuestros compañeros del hospital se infectó y falleció”, mi papá sólo baja la mirada, lo lamenta, se ve en sus ojos que siempre han sido melancólicos.

Nos miramos, me despido de ellos como siempre “va, nos vemos mañana” “con cuidado, chaparro, ya sabes 8:30 aquí” y me voy pedaleando de nuevo, pensando “que ya no salgan, cuídense”.

Abro la puerta de casa y mis perros están ahí, felices de verme otra vez, mi tía está cocinando. Me lavo las manos, comemos y platicamos “un familiar de una vecina está infectado, no van a dejar verlo, las personas andan sin cubrebocas, como si nada pasara, como si todo estuviera bien”, pero no, ya nada está bien, porque un intruso llegó como una ráfaga de murmullos fantasmales, y de un instante a otro, los sueños se habían cuarteado, así como se cuartea el llanto en temporada de muertos.

Vuelve la noche y estoy insomne, una tonelada de cosas pasa por aquí y por allá, de la punta de mis pies hasta mi cabeza. Otra vez me convenzo de dormir, pero no funciona, hay un intruso que merodea y no me deja dormir.