Por: César Dorado/

Máscaras, botas, aceite en el cuerpo para resaltar los músculos, un cuadrilátero más o menos seguro y un público entusiasmado, son los elementos necesarios para que una sencilla tarde de domingo se conviertan en una osadía de mentadas de madre, albures, gritos, niños subiéndose al ring para saludar a su luchador favorito y adultos que, envueltos en la disputa de elegir a rudos o técnicos, se olvidan de la rutina semanal para perderse en eso, la lucha libre mexicana, deporte que representanta al patrimonio cultural de la Ciudad de México.

El folklor del que se impregna la lucha libre nacional es un elemento primordial que ha llevado a este deporte a ser reconocido internacionalmente y que muchos extranjeros coloquen su mirada en esos rines de cuatro esquinas, ubicados dentro de los edificios que dejó una ciudad vieja, inundada entre palacios y zonas habitacionales.

El inicio de la lucha libre en México es incierto, aunque algunos abogan que fue introducida durante la intervención francesa de 1863, otros mencionan que no fue hasta principios del siglo XX, cuando Enrique Ugartechea se dio a conocer como el primer luchador cien por ciento mexicano y que, gracias a él, el deporte fue sembrando un nuevo furor en la población.

Aunque en sus inicios la lucha libre era principalmente un deporte en el que los protagonistas realizaban duelos a ras de lona con las técnicas puras de la lucha grecorromana no fue hasta que, a inicios de 1920, personajes como Conde Koma, León Navarro y Kawamula dieron a ese fenómeno un giro completamente diferente, pues incluyeron acrobacias y vuelos que lo transformaron en un verdadero espectáculo.

Popularizándose dentro de las barriadas, las funciones comenzaron a impregnarse en el gusto de las personas y con el pasaje de los años, la demanda por ver espectáculos de mejor calidad llevó a Salvador Lutteroth a crear la Empresa Mexicana de Lucha Libre (EMLL)- ahora el Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLL)- considerado así como el “padre” del espectáculo del pancracio.

Entre la disciplina deportiva y un espectáculo cómico- fantástico en el que se enfrentan rudos contra técnicos, la identidad cultural mexicana se fue enriqueciendo con esas funciones en donde El Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, Sangre Chicana, entre otros, producían una serie de gritos, risas y miradas ilusorias en recintos como la Arena México, Arena Coliseo y el Embudo de Perú 77, las cuales con el paso del tiempo se que han quedado como un bello recuerdo que almacena esas luchas en las tardes de domingo familiar.

Considerado como un fenómeno cultural, la lucha libre mexicana ha resaltado por sobre todos los deportes por la combinación de elementos religiosos, antropológicos e incluso míticos a través de sus enmascarados. El Santo fue un personaje inspirado en las populares figuras religiosas. Alushe, el fiel compañero de Tinieblas, es un alux (duende maya), lo que le dio un sentido de pertenencia más profundo a la cultura de la lucha libre en nuestro territorio.

Así, entre un espectáculo que se disfraza de licras y vinilos, es como México celebra el Día Nacional de la Lucha Libre, deporte que más allá de raquetazos, llaves y vuelos espectaculares, narra parte de la historia de un pueblo surrealista, un pueblo que desahoga su enfado en gritos de admiración frente a los vuelos de gladiadores que se juegan la vida cada que suben al cuadrilátero.