Por: César Dorado/ 

Va caminando por Tacuba y mira hacia el atardecer rojizo que arropa a Carlos IV y su caballo. Su paso es lento, pero saluda como siempre, con esa alegría contagiosa “¡Qué pasó, Manito!”. Se detiene un poco y ve hacia el callejón de libros, ese callejón que fue naciendo como una alternativa a las ferias del Centro Histórico , el lugar que desde abril dejó de escuchar los regateos, las charlas literarias y los murmullos de mil y un autores del pasado. “Yo me fui como por abril, algunos resistieron hasta mayo, pero después les pidieron que se fueran”. Ahora, con un semáforo anaranjado regresarán en días alternos para seguir trabajando.

Ismael León atraviesa el Museo Nacional de Arte y llega hasta Donceles, se escabulle por una pequeña puerta que lleva a un camino tenebroso y, como si sus ojos fueran los de un búho, va por la oscuridad de una atmósfera que pesa por la humedad, esa humedad que guarda el viejo pesar de que ahí habitan las penurias.  Cruza un pasillo y llega hasta una puerta de madera colgada, quita el candado y se escucha el crujir de cuando la abre, como si estuviese entrando a una casa donde habitan los intrusos, los insectos y los fantasmas.

Fotografía: César Dorado

Fotografía: César Dorado

Enciende un foco y ahí están, charlando entre ellos sus malestares y desventuras, pero también narrando esas crónicas insospechadas que han recorrido el tiempo y que no han terminado de ser leídas por miles. Kafka reposa mientras un insecto deambula por sus hojas amarillas y Páramo sigue guardado ahí, en un librero desértico, reposado en la memoria de un pueblo triste y lastimado por su propio pasado.

Se quita los lentes, rasca sus ojos y sirve refresco en una taza sin oreja a la par de que enciende un cigarro. Comienza a fumarlo mientras repasa los 4 mil libros que los rodean “Me voy a poner mi bata de librero para sentirme más acá”. Se queda en silencio y empieza a recordar cómo llegaron esos libros ahí, a los que ya se fueron y los otros tantos cientos que aún tiene en su casa. “Ve esa columna, se está cayendo, ya no soportará más y me tendré que llevar todo esto”.

Fotografía: César Dorado

Fotografía: César Dorado

Su vista va de aquí para allá, en su bagaje recuerda que tiene un libro de 1694, “El triunfo de los santos” y lo toma con el temor de que fuese a romperse algún fragmento de hoja. Va abriendo más libros antiguos, en uno se lee la dedicatoria de un hijo que con amor escribió “a mi querida madre Nieves, en señal de gratitud que le profesa”.

Deambula y el pequeño cuarto se convierte en una máquina del tiempo, llega hasta esos ayeres de La Santa General Inquisición y cuando los libros se marcaban “como vacas” para no ser robados, pues representaban un objeto valioso.

Fotografía: César Dorado

Fotografía: César Dorado

Regresa y se sienta en una silla a recordar cómo ha sido su vida llena de libros. “Mi mamá me escondía los libros como se esconde un frasco de galletas. Decía que se me iban a secar los ojos y que mejor me fuera a jugar afuera”, sonríe y de un salto, los recuerdos se alojan en esa adultez temprana en donde comenzó a trabajar de obrero en las grandes construcciones “chambié tres años sin un día de descanso y los días que podía llegar a casa temprano, los patrones decían que llegaría la varilla y que tendría que quedarme a descargarla” pero la literatura siempre era ese escape, ese remedio ante el cansancio y el hartazgo.

Aunque esos años como obrero dejaron una huella imborrable, también fortalecieron su pasión por las letras y asegurar que su vida siempre estaría mejor rodeada de libros, aunque, pasados lo años, su madre insistía en que era mejor que se comprara ropa y no más libros. “Cuando tomé la decisión apresurada de dejar mi trabajo, pues se me fue acabando el dinero, entonces un buen día tomé mi mochila, me fui al tianguis de la Lagunilla y en mi primer día, sin saber mucho y dejando buenas obras muy baratas, vendí mis primeros 30 libros”, y aunque parezca fácil, “este oficio tiene su chiste, porque no sólo es vender y recomendarte libros, sino ir a buscarlos a San Felipe o El Salado a las tres de la mañana y tener un buen material”.

Fotografía: César Dorado

Fotografía: César Dorado

Enciende otro cigarro y entre el oleaje de las bocanadas, como si se escuchara de golpe el cantar de un gallo de oro, aterriza esa reflexión del oficio de vendedor de libros “nosotros en el callejón tenemos más ejemplares que cualquier otra librería formal, pero más allá de eso también está la calidad de literatura que llegas a encontrar y esa empatía como vendedor cuando te preguntan ¿qué me recomiendas leer?”.

Ahora, con la crisis por el Covid-19 que ha mantenido a miles de personas encerradas, los libros han sido un escaparate que se veía olvidado “la literatura es un salvavidas que se está reencontrando, es entretenimiento, pero también está fortaleciendo tu acervo cultural. Realmente es un vehículo mágico en el que viajas a la historia, al pasado y también al futuro. Leer es eso, ponerte en los zapatos de otro, leer también es empatía”.

Bajo esas reflexiones en donde Ismael comienza a ser el vehículo de años de letras, con ese sentido de la literatura como remedio ante la crisis, llegan a relucir Pedro Páramo (1955) y la gran tragedia mexicana, El Túnel (1948) y el reconocimiento de nuestro odio y terminar en que es la propia literatura, sus personajes, los escenarios como el baño y el jardín derrotado por la lluvia, esos lugares tan sencillos que nos describen a nosotros, personajes de nuestra propia novela, una novela con “mucho de vivido y mucho de soñado”.

Las horas transcurren y los pensamientos alrededor de las letras y los siglos de miles de apuntes se pasean por las hojas amarillas y un tanto húmedas. Desde Gilgamesh hasta las obras de Pedro Juan Gutiérrez y el vuelco hacia la descripción de una Habana cruel llena de desposeídos, también recae en el piso polvoso de ese lugar fantástico, el pensamiento de que la literatura también refleja la  crueldad humana que, aunque parezca llana, está cargada de una realidad casi misteriosa e increíble, pero que pernea en la vida de todos porque “eso es lo bello de la literatura y las bellas artes, trascender en el tiempo y en el espacio” para hablar entre nosotros pese a que nos separen 3 mil años de letras.

Fotografía: César Dorado

Fotografía: César Dorado

El tiempo ya no existe y ahí respira Onetti mientras Francisco Tario se esconde en una esquina para que no lo descubran. Amparo Dávila escapa de su Huésped y García Saldaña nada sobre su Pasto Verde y el polvo de los libros viejos. Aunque parezcan olvidados la magia persiste porque “esa es otra característica de los libros, pueden estar en un librero 80 años, pero de repente, a la tarde siguiente, empiezan su ascenso desde la zona más marginal hasta un palacio y se vuelven a leer”.

Desde una pequeña ventana se ve que ha oscurecido, en los pasillos, la música del velador ya no suena y los gatos empiezan a posarse en las puertas para juzgar a la noche con su mirada misteriosa. Ismael tiene que regresar a casa recorriendo los escenarios de su propia mente, dejando a puerta bajo candado ese lugar que alberga los miles de libros que “hipnotizan y, prácticamente, se hacen dueño de uno cuando se los lees”.