Por: Oswaldo Rojas

“Más vale ser mal recuerdo que pasar al olvido”.

Jorge Ibargüengoitia

Conocí la obra de Ibargüengoitia porque una amiga decía que se trataba de un autor para chilangos, curiosa observación porque no creo que él se sintiera especialmente atraído por la Ciudad de México a la que en sus columnas periodísticas describía con excesiva sinceridad. Con sus novelas me pasó que reía a cada momento.

Me regalaron Los relámpagos de agosto después de haber comentado que tenia ganas de leer lo que ése autor de apellido extraño escribía. Ya había conocido novelas de revolución pero ninguna me despertó esa sensación de hilaridad. Aún no entiendo que al general Arrollo todo le salga mal, que la dinamita explote cuando quiera y no según el plan.

La primera lectura de Ibargüengoitia me dejó con la clara noción de que era un sujeto soez – recurría a explicaciones de tetas y culos frecuentemente,  a mí me parece que las escatológicas las disfrutaba más aún-. Pero no creo que lo hiciera por falta de habilidad o parte del realismo mexicano tan explotado. Sencillamente el escritor guanajuatense trabajaba sus textos como vivió su vida: de manera simple, humilde y sin todo el barniz de un escritor snob.

Me gustó enterarme de cómo había dejado casi espontáneamente su carrera como ingeniero por la dramaturgia:

“Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando, un día, a los veintiuno, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión, más tarde se acostumbraron” comentó en Instrucciones para vivir en México.

Por otro lado, me provoco lastima leer en la Revista de la Universidad que su gran maestro de teatro, Rodolfo Usigli, no lo consideró como una de las promesas artísticas de su generación. Opinión que distanció a ambos, hiriendo a despecho a Ibargüengoitia.

Hace un par de años, por su 30 aniversario luctuoso, escuché de la voz de Maria del Pilar Montes de Oca  que al entrevistarse con la viuda del escritor, la artista plástica Joy Laville, ésta no era la misma, que había cambiado radicalmente, que se le notaba. Y como no, si  aunque Ibargüengoitia no logro la fama que en vida bien merecía siempre tuvo mucho carisma y su tono satírico le hizo ganar el cariño de sus lectores.

“Fue algo completamente inesperado. Me cambió la vida. Tras su muerte,  me quedé en París por inercia, como año y medio, sin poder moverme. Pero pronto supe que quería volver a México, a donde llegué a vivir en 1956. Y no quiero estar en otro país”, explicó Laville sobre su duelo.

Ahora disfruto leer más su trabajo como periodista para Excélsior, recopilado en Autopsias Rápidas, ahí lo encuentro más natural, bromista y sarcástico. Aunque algunos no se cansan de afirmar que se trata de un autor menor, nadie podrá decir que jamas sonrió frente a alguno de sus textos.

Ibargüengoitia