Por: Redacción/

Carlos Monsiváis y Jorge Ibargüengoitia están hermanados por el uso del ingenio y el humor como valores instrumentales de su obra literaria, declaró el escritor Juan Villoro durante la conferencia magistral La intervención de la risa, que ofreció en la Unidad Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), en memoria de los escritores que este año cumplirían 80 y 90 años, respectivamente.

El Doctor Honoris Causa de esta casa estudios dijo que en el caso de Monsiváis se dio fundamentalmente a través de la crónica, en tanto que Ibargüengoitia utilizó esos recursos en sus novelas, el teatro y “en los muy personales artículos que publicaba en la prensa”.

El autor de El testigo refirió que “estamos ante dos usos distintos y provechosos de la risa para establecer una autoridad crítica (Monsiváis) y para desmontar (Ibargüengoitia) todo tipo de autoridad: de los próceres, los monumentos, la historia oficial, la propia literatura y, sobre todo, desde el punto de vista del narrador, comentó.

Al analizar la obra de Monsiváis, Villoro recordó que en 1958, en el prólogo de Antología de la poesía mexicana del siglo XX, el joven erudito lanzó un desafío al señalar que el sentido del humor era el gran déficit y rezago de la literatura mexicana, es decir, una asignatura pendiente.

Monsiváis reconocía pinceladas de humor e ironía en Salvador Novo, Carlos Pellicer, Efraín Huerta y Juan José Arreola, entre otros poetas y narradores mexicanos, aunque en general en un tono de zozobra, quebranto y desgarro, no inusual dada la historia del país.

Desde sus inicios en las letras, el sentido del humor apareció como uno de sus “santos y señas”, y a los 17 años ya escribía con toda libertad del músico cubano Bola de Nieve y de la poesía modernista, “es decir, pasa sin sobresaltos de Rubén Darío a la cumbia y a la salsa, y empieza a explorar entre nosotros referencias que gracias a él comenzaron a cruzarse”.

Uno de los pioneros en la crítica de los medios masivos de comunicación mantuvo una intervención continua entre lo culto y lo popular, convirtiéndose con el tiempo en un intercesor privilegiado y árbitro “que podía garantizar el trasvase de lo que es culto y de pronto adquirir un estatus de popular y viceversa”.

Si algo lo distinguió fue su intención de erigirse en árbitro y juez de la cultura mexicana, que sanciona y decide, afirmó Villoro ante alumnos y académicos que celebraron con aplausos su intervención en el patio del edificio “F” de la Unidad Iztapalapa.

Para Ibargüengoitia, la historia de México “es un disparate colosal”, tal como se plantea la Revolución Mexicana en su novela Los relámpagos de agosto.

El autor tiene una visión desacralizadora de esa gesta histórica, que es “el acta de reconciliación póstuma de una caterva de bribones que luchaban para matarse unos a otros”, aunque advirtió que quien “me cree todo es, o un cándido o un idiota”, porque ejercía un sentido del humor en el que el disparate operaba por exceso, exagerando para que, por distorsión, se entendiera la realidad de otra manera.

El estilo literario de Ibargüengoitia es inconfundible, pero al mismo tiempo complicado; él fue una persona con una mirada muy objetiva y práctica de la realidad y parte de sus efectos cómicos provienen de plantear con enorme sensatez lo que está equivocado, por su condición de analista del microcosmos de la realidad nacional.

El Egresado Distinguido de la UAM ubicó la novela Los relámpagos de agosto como perteneciente a la tradición picaresca, con la salvedad de que Ibargüengoitia no hace que el pícaro sea alguien en los márgenes de la sociedad –el loco, el bufón, el tunante– sino que convierte a los poderosos y a los jefes revolucionarios en pícaros que tratan de tener un jefe, pero siempre dejan un trabajo para conquistar otro, que usan de trampolín y a cada persona poderosa de su posible amo futuro.

Esta lógica es la misma de El lazarillo de Tormes, pero aplicada a la clase política mexicana inserta en la novela de Ibargüengoitia en la gran tradición picaresca.