Por: Mugs Redacción

Mathias Goeritz. Ecos y Laberintos es el libro que recoge y recupera los laberintos y los ecos de un artista metafísico, para quien la rebelión del Dadá contra la incredulidad, la ley interior de la fe, la forma y el color, el monocromático expresa lo metafísico, la experiencia emocional, la línea que con su modestia crea el mundo, era el arte.

Aproximación íntima a los motivos del arte que, cuenta Laura Ibarra García, inició cuando el director del Instituto Goethe de Guadalajara, le pidió que tradujera unos documentos del alemán al español que se encontraban en el Instituto Cultural Cabañas. Eran nueve cajas que como descubrió, contenían el archivo personal de Mathias Goeritz, donados por su última compañera sentimental, Ana Cecilia Treviño.

Lo que da tonalidad y color a este volumen es el acierto de mezclar la obra y la anécdota que la reviste. Porque el arte, y muy en especial el de Mathias Goeritz es inseparable de lo profundamente espiritual. A través de la narración, del puntual registro de las obras y de su descripción, Ibarra García permite al lector reconstruir el instante en que surge la inquietud que se conforma en propuesta y termina por plasmarse en un objeto.  Recuperar el sentido de una creación a partir de su creador es un territorio exuberante para la comprensión e interpretación, pues hay una peculiar suculencia en aproximar el carácter para contemplar la obra.

El hombre que ha atestiguado el terrible derrumbamiento de las altas formas de cultura y civilización, que ha visto cómo la bestialidad se abría paso y asolaba todo su mundo, quedó marcado por un trazo fatal y por una insistente interrogante. Huyendo de Alemania, viajó a España y en la oscuridad de una cueva, encontrará la respuesta en las pinturas rupestres de Altamira.

En un reverso de la cueva platónica, Mathias Goeritz vislumbra la luz: “Aquí está la armonía completa entre color puro y línea pura. Ésta es la única realidad que el artista nuevo reconoce. Altamira es la abstracción natural, la síntesis. Una síntesis que es el ideal del arte nuevo”. Encontró ahí un arte sincero y la posibilidad de un hombre nuevo. A este momento pertenecen entre otras, sus obras, El hombre nuevo, que sale de los escombros solo, pero con paso firme;El constructor, que recoge la idea de formar una nueva realidad; Eros, una serie de viñetas que son figuras alargadas, semiabstractas, de líneas gruesas o delgadas. Compartir el gozo del descubrimiento, y del renacido ideal, sería el impulso que acompañaría su estética.

En 1948, relata Laura Ibarra García, el arquitecto Ignacio Díaz Morales viajó a Europa buscando maestros dispuestos a viajar a México para dar clases en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara. Tres mexicanos, Ida Rodríguez, Alejandro Rangel y Josefina Muriel le recomendaron a su maestro, Mathias Goeritz. En octubre de 1949, Goeritz y Marianne, su mujer, desembarcaron en Veracruz y dio inicio la historia del artista en este país.

En los siguientes años, enfrentaría la realidad artística, el mundo del arte estaba dominado por los muralistas, quienes veían en su obra un hacer decadentista, antinacionalista y burguesa. Por otro lado estaban artistas como Rufino Tamayo, Carlos Mérida y Germán Cueto, quienes comenzaban a experimentar fuera de los parámetros muralistas.

La escultura estaba prácticamente abandonada y no existía un mercado para el arte. La transformación llegó en la década de los años cincuenta, impulsada por la apertura en todos los ámbitos de la presidencia de Miguel Alemán. Las ideas vanguardistas de Goeritz atrajeron la atención en el campo arquitectónico. “La necesidad de conformar el espacio de manera humana, propició que surgiera un interés por nuevas formas de expresión plástica”. Se sumaría, en gran medida promovido por las críticas negativas a los arquitectos más célebres de la época: Juan O’ Gorman, Luis Barragán, Félix Candela y Mario Pani, Pedro Ramírez Vázquez, Ricardo Legorreta, Ricardo Robina,  Abraham Zabludovsky.

La arquitectura que dominaba aquellos años en la capital era la funcionalista. Hierro, cemento, vidrio y acero eran sus componentes, las estructuras debían cumplir con el objetivo de su edificación. Para Goeritz esto significaba un exceso de racionalidad y lógica, ese reduccionismo práctico lo encontraba opuesto a su idea de arte: “La creación artística forma parte de un problema filosófico vital”, diría.

Mathias Goeritz encontraba que al arte le faltaba arquitectónico un ideal profundo, la auténtica religiosidad. Por tanto sostenía que había que construir no casas agradables, sino recuperar la conexión del hombre con los espacios, en una elevación espiritual igual a la que se dio en la pirámide, en el templo griego, en las catedrales románicas o góticas. Surgió de esa aspiración la arquitectura emocional, que evita las líneas rectas, el espacio racionalmente dividido,  para conectar al hombre con una fe ausente. Esculturas, muros sin relación racional, pero que transmitieran in mensaje espiritual.

Uno de los trabajos más importantes y que le afirmaría en el reconocimiento internacional, fue el Museo Experimental El Eco. En él puso todo su mundo estético y personal en juego. Un espacio destinado a la mente y los sentidos, para que el artista y cualquier interesado en el arte pudieran dialogar o crear. Laura Ibarra García  lo describe ampliamente, pero ya desde el corredor el lector puede reconstruir ese espacio: “causa la sensación de dejar un mundo conocido, es como una resbaladilla imaginaria entre las realidades del día y de la noche, de la vigilia y el sueño, entre la conciencia y el inconsciente”. Luces, escultura, muros, colores, texturas, todo se entrelaza y disuelve al mismo tiempo relaciones. Había que comprender el espacio como elemento escultórico.

Después vendrían  las célebres Torres de Satélite, cuya verticalidad, nos dice Laura Ibarra, recuerda la necesidad humana de establecer un contacto con lo divino. Son arte destinado a provocar emociones, a partir de la monumentalidad. De las 20 torres pensadas al inicio del proyecto se construyeron cinco debido a los costos. Para su diseño se pensó en el espectador en movimiento. “La forma triangular se funda en que éstas deben ser vistas desde un vehículo que transita por un camino de alta velocidad, la composición plástica se va modificando conforme transita”, explicó el propio Mathias Goeritz. Esta obra tenía como función exclusiva la emoción del que las contempla, para él simbolizaban una “oración plástica”. “Todo hacia arriba, hacia Dios” abundaría.

La huella que Mathias Goeritz dejó en México es vasta, la mayoría por supuesto se concentra en la Ciudad de México. Prácticamente no hubo espacio que no lo conociera, pero entre lo más representativo se encuentra La serpiente, El animal del Pedregal, La Osa Mayor, los 134 vitrales de la Catedral, de los cuales sólo unos pocos sobreviven.

Laura Ibarra García es doctora en Sociología e Historia por la Universidad de Friburgo, Alemania. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Es profesora en la Universidad de Guadalajara y ha sido profesora invitada en la Universidad de Bielefeld, Alemania. Entre los libros que ha publicado se encuentran: Sociología del romanticismo mexicano (Universidad de Guadalajara); La moral en el mundo prehispánico (Porrúa), y numerosos artículos en revistas científicas. Desde 2001 se ha dedicado al estudio de la vida y la obra de Mathias Goeritz.